19.2.07

Los 21 Guerreros: Cuento 1

Hace un par de cumpleaños decidí escribir una serie de relatos cortos para regalárselos a amigos y familiares en tan distinguida fecha. A partir de hoy voy a ir colgando en este blog tales escritos, uno a uno cada semana. Y aquí está el primero. ¡Disfrutad!

El 1º en caer, y ya quedan menos...

Las tierras de Valdher habían sido conquistadas tras una encarnizada batalla. El general Arghem estaba orgulloso de su ejército, especialmente de los supervivientes, que esta noche rendirían tributo a los caídos en una solemne ceremonia. Entre ellos estaría Visel, el joven que antaño fue aprendiz de carpintero, en su tierra natal, de nombre que no se atreve a recordar para evitar caer en la nostalgia. La noche había sido dura, pero ahora le reconfortaba el saber que podría vivir un día más. Abrazó fuertemente el amuleto que le colgaba del cuello, que tenía para él un gran significado. Cuando se lo enseñaba a los demás soldados, éstos se jactaban del mismo y lo despreciaban sin miramientos. Pero a Visel esto no le importaba. Su amuleto era una pieza dental de su prometida, que perdió violentamente cuando saquearon su aldea. Cuando tuvo que partir a la guerra, ella se lo concedió, para que, cuando estuviera lejos, la sintiera como si estuviera con él, a su lado. Visel nunca quiso ir a la guerra y prefería haberse quedado con su ella, pero tuvo que cumplir las órdenes de su rey. Es por eso por lo que ese amuleto tenía tanto valor para él.

Volvió a caer la noche y el ritual por las almas de los caídos se produjo en la más absoluta solemnidad. El ambiente era ceremonioso y mágico, hasta el punto de que los presentes podían sentir las almas de sus compañeros, deslizándose entre la noche y alcanzando las estrellas. Cuando acabaron los festejos se inició el banquete de la victoria que el ejército había conseguido horas atrás. Todos cantaban y bailaban, la cerveza y el vino circulaban por las gargantas de los felices soldados como los manantiales de Grahjol, los manjares asados eran devorados por los más que saciados estómagos de los presentes, incluso de aldeanos de pueblos cercanos, que fueron invitados a tan especial acontecimiento. Allí estaba Visel, que no se detenía a paladear la abundante carne que no paraba de llegar. Estaba disfrutando realmente de la noche. De repente volvió la mirada hacia atrás, atraído por una gélida corriente de aire, y vio a un niño pequeño. Su rostro estaba triste, afligido, casi lloroso. A primera vista Visel pensó que su malestar se debía al frío de la noche, pero vio que el chico no tiritaba, ni se intentaba abrigar. Prestó entonces un poco más de atención a su gesto, y descubrió que el problema era muy distinto: el niño había perdido todos sus dientes y estaba hambriento, ya que no podía alimentarse con la comida que allí se estaba sirviendo. Visel, desde lo más profundo de su corazón, sintió la desgracia del niño y compartió su dolor, porque no averiguaba la forma de consolarle. Se inclinó hacia él y le dio un sincero abrazo, haciéndole ver que era consciente de su desgracia. Pero entonces sintió algo que se desprendía de su pecho. Era el amuleto de su amada, que pendía cadenciosamente bajo su rostro. Visel lo agarró entre sus manos y encontró la manera de poner fin al martirio del pequeño. Sin pensárselo dos veces arrancó el diente de su colgante y, con mucho cuidado, se lo implantó al chaval, que no cabía en sí de gozo. No le dio tiempo ni a darle las gracias cuando salió como una flecha para coger tan suculentos bocados. Visel estaba contento porque había descubierto algo: lo que hace recordar a los que más queremos no son los objetos, sino nosotros mismos. Por eso, en la oscuridad de la noche, hizo sigilosamente su equipaje y se dispuso a volver con su amada.

Visel fue el primero en caer, y cada vez quedaban menos...

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